Tras una intensa noche de luna, el sábado se abrió paso el sol, desplegando todas sus fanfarrias de oro. Las nubes del otoño madrileño resultan espectaculares; si no, que se lo pregunten al sevillano Diego Velázquez, cuyo apellido pasó a adjetivar los cielos más prodigiosos de la Villa.
Por su naturaleza cambiante, el cielo es el único mar posible de encontrar en una urbe de interior; relaja contemplarlo. Caminar por el aire celestial, o sobre las olas del mar, son dos sueños utópicos de los paseantes. El sentido sacramental del paseo, (que reivindicaba el escritor alemán Erns Jünger), se alcanzaría con sobrada plenitud, deambulando sobre las aguas, como lo hizo Cristo; o ascendiendo por una escala de pájaros hacia el gran dios de lo alto.
En este skyline del Madrid de los Austrias pueden divisarse siete templos. Las chimeneas, torres de ventilación, antenas parabólicas, pararrayos y repetidores telefónicos, se confunden con las agujas herrerianas del Consistorio, y las torres y cúpulas de las iglesias. De izquierda a derecha: la de Santa Cruz, San Isidro, San Andrés, la Capilla del Obispo, la Iglesia Arzobispal castrense, San Francisco el Grande, y San Nicolás, la más antigua de toda la capital.
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