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domingo, 27 de noviembre de 2011

La chumbera que se puso de pie


La escultura vegetal era un arte que le había venido rondando la cabeza a Faba desde hacía tiempo. No sólo se trataba de organizar jardincillos extravagantes, manipulando el tamaño de las plantas, según la tierra y el agua que se les administrara; sino de provocar alteraciones en el crecimiento de los vegetales, según los obstáculos que se les fuese poniendo.
Aunque había hecho ciertos intentos, nunca había encontrado materia prima viva tan predispuesta a la ductilidad, como aquel animoso cactus que llegó pequeñito a esta Huerta, y comenzó a crecer como un bárbaro. En menos de seis meses lo trasplantó Faba en tres ocasiones, viendo como el joven conquistador pedía, sin cesar, tierra y más tierra, porque se sentía destinado a alcanzar cotas muy altas.
Lo llamó Alejandro, por esas ansias expansionistas tan desmesuradas. Aquella chumberilla mostraba tanta vitalidad dentro, que resultaba mezquino no ofrecerle más tierra y abono, de los que pudiera obtener toda la energía necesaria para realizar su magna hazaña.
En honor a la verdad, hay que decir que a esta chumbera trepadora tan intensa, también se la conocía en la Quinta, como La Pauli. Sobrenombre que designaba a la persona para la que fue comprada- como regalito de hospital- porque el pobre Pablo estaba ingresado, muriéndose con menos de cuarenta años. El portador de la chumberilla no tuvo ni si quiera ocasión de entregársela, aunque sí llegó a  estar presente -en sus manos- dentro de aquella habitación donde había fallecido su amigo, su casi hermano Pablo.
Cuando la muerte nos toca el hombro con su ala, llevándose a nuestros seres más queridos, se estrena hipersensibilidad frente a todo lo que sigue vivo. En cualquier manifestación de la vida nueva, presentimos la presencia y la energía de quien se nos ha ido. No es pues de extrañar, que en este cactus tan vivo, (que no pudo llegar a manos de su destinatario), pudiera reconocer el portador del frustrado regalo, a su amigo perdido tan inesperadamente; ni tampoco que le pusiera su nombre a la planta.
Cuando la feraz chumbera alcanzó un tamaño considerable, percibió Faba que había llegado el momento de realizar las operaciones necesarias, para que la Pauli no se viniera abajo por su propio peso. (Curioso e inquietante resultaba, que a la Pauli originaria también le llamaran gorda).
Para subrayar su altura, y para que no siguiese creciendo a un ritmo tan desmesurado, la trasplantó Faba a un tiesto bajo de barro, que otrora había servido de hogar a unas Calas. Su anchura compensaba su falta de fondo, pues podría albergar tierra suficiente -pensó Faba- para mantener la gran envergadura de la planta.
El  problema principal era guiar y endurecer el tronco, para que pudiera sostener a las ramas incipientes de aquella señora chumbera llamada la Pauli. Lo intentó, clavando varas guías en la tierra prensada, para mantenerla izada; pero le faltaba calado al tiesto para ofrecer unos buenos cimientos.
Aquel búcaro alto, sin fondo, de barro blanco, que le vendieron los alfareros de Níjar como florero para ramas secas, le venía que ni pintado para mantener en pie al alto tronco de la Pauli. El tubo de barro serviría como columna vertebral de una chumbera tan alta.
Lo pasaron mal Faba y el sufrido vegetal, enhebrando las pencas de la chumbera, por aquel tubo que se iba estrechando hacia lo alto. El obstinado escultor vegetal, con sus manos bien protegidas con guantes, empujaba a la espinosa planta, para que atravesara el profundo intestino de aquel florero seco.
Aunque alguna de sus hojas perdió en tan bizarra penetración, la Pauli quedó feliz con su nueva imagen, basada en unos nuevos zapatos planos, y una gargantilla de jirafa. Más vital que nunca, comenzó a echar pronto nuevos tallos y ramas. Enfundada en ese largo cuello de barro, se veía -por primera vez- bella y estilizada. Con tanta alegría, no dejaron de crecer sus extremidades, como si quisiera la Pauli aprender a bailar sevillanas.
Tan entusiasmado como ella con el resultado, el escultor le regaló a su chumbera bailarina, un anillo de cactus, que plantó a sus pies, coronándola por las raíces. En la tierra también le clavó la baqueta de un xilófono. 

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