Cuando la mesa de mármol de la terraza pudo convertirse por fin en estudio de caligrafía al aire libre, ya había entrado mayo en la Huerta de Santiago. Cantaba el agua en las fuentecillas eléctricas con voz de niña. Cuando le contó a su maestro Atsuki, (que era un bonito atleta nipón, de unos treinta años), las condiciones de su estudio improvisado en la terraza de su casa, aquel japonés que se parecía a Bruce Lee, exclamó complacido: ¡Qué guelajante!
La ceremonia de la caligrafía es para los japoneses algo similar a la del té. Cada objeto más que cumplir una función, conduce a un estado. La preparación de la tinta disolviendo la pastilla en agua, le permite al pintor obtener, tanto su pigmento, como el calentamiento de la muñeca, la creación de una camaradería entre mano y pincel, y sobre todo la concentración necesaria para salir de la vida cotidiana, e ingresar -como un monje- en el monasterio de la caligrafía.
Como Atsuki lo esperaba ya con la tinta de bote, vertida sobre el tintero de piedra, Gabriel Faba en su estudio llenaba la tapa de una cajita metálica. El pincel tenía que pasar mojado su tiempo, antes de ser usado. Vendían con él una piececita de madera de caoba, donde poder reposar sin contacto con ninguna superficie.
Las dos piedras –pulidas y negras- que usaba su maestro para tensar la liviana hoja de papel de arroz, los interpretó Faba con piedras de base plana, listones de granito, y láminas de hierro.
Esta fotografía fue tomada justo antes de que Gabriel Faba diera su primera pincelada en su estudio caligráfico de la Huerta del Retiro.
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