Gusta Faba de cultivar plantas en recipientes minúsculos e improbables. De adolescente adquirió la afición de sembrar cactus dentro de cabezas de muñecas de goma, que seguían abriendo y cerrando sus ojos, con indiferencia a su cerebro de tierra y a su vivo tocado vegetal. Años más tarde resolvió continuar con su afición hortícola, (él le llamaba “la voz de los antepasados”), y comenzó a investigar con nuevos posibles tiestos.
Las botellas de aceite cortadas por algo más de la mitad, no habían dejado de ser un peligro para el horticultor por su afilado reborde, hasta que se las retiró, porque además las tumbaba el viento. Con los frascos de colutorio de base cuadrada se consiguió más estabilidad, a la par que se conservaba la transparencia, a través de la cual esperaba contemplar la danza secreta de las raíces y la tierra; pero el filo resultó igual de peligroso que el de las botellas. Así desemboco en los recipientes de borde remachado. Primero fueron las tarrinas de margarina, y luego las de queso Philadelphia, pero no ofrecían profundidad de tierra, que garantizara equilibrio a cualquier tallo que brotara. Llegó a plantar hasta en tapones de gel de a litro, y botes de carretes de foto. Y aunque resultaran encantadores, el viento golfo del Atlántico los volaba.
No cejó en su intento hasta descubrir el paraíso de los vasitos de yogur, flan, o queso fresco. En estos proporcionados y torneados recipientes, podían plantarse pequeñas plantas crasas, de sensual follaje y sofisticados colores metálicos. Encontró en ellos la piedra filosofal de sus sueños de arquitecto de jardines minúsculos.
El día que Faba decidió trasplantar una animosa planta carnosa, desde un vaso de yogur a una maceta de barro, al extraerla del tiestito, descubrió lo que nunca había imaginado, los flancos curvos del vasito yogurtero habían terminado moldeando la tierra en su interior. Si un cubito de playa puede hacer flanes de arena; un vasito de postre puede preparar yogures de tierra.
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