A las piedras hay que aprender a entenderlas, como se hace con los niños. Nos creemos que por ser tan pesadas, todo es cuestión de fuerza, a la hora de tratarlas; cuando se trata justo de todo lo contrario.
Las piedras son muy sensibles y con una natural tendencia al desequilibrio; ellas exigen sus mimos. La primera lección que nos enseñan, es que para moverlas, no se las debe separar del suelo, llevándolas en volandas. En semejantes transportes, sufren tanto su seguridad como nuestros músculos. La piedra hay que moverla con amor y con paciencia: deslizándola lentamente, o girándola sobre sí misma, como un aro poligonal, impulsado por nuestros brazos.
Envolver una lápida bautismal con bayetas y trapos, es como ponerle esquís a un cadáver. Se desliza suave como la seda, prácticamente no pesa nada.
Este fragmento de la lápida bautismal de Quevedo se desplazó en pañales rojos y gualdas, por las rampas y solerías de la Huerta de Retiro, hasta reunirse con el resto de las piezas en su ubicación definitiva.
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