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jueves, 19 de enero de 2012

El bonsai del invierno


El invierno es tacaño a la hora de producir frutos; excepto los naranjos, mandarinos, limoneros y el árbol del pomelo. Un naranjo en enero es una fiesta para los sentidos. Cuando los jardines se encuentran más desnudos, estallan las naranjas en las ramas verde oscuro del árbol rey de los cítricos, como lo hacen los fuegos artificiales sobre los cielos nocturnos veraniegos.

La experiencia naranjil más formidable de Faba, la vivió en una plazuela laberinto del corazón siempre florido de Córdoba, la gran dama de Al-Andalus. Sin apenas darse cuenta, se vio rodeado de naranjas a la altura de la cabeza, caminando por aquella plazuela recóndita. Los vetustos naranjos de gruesos troncos se daban la mano, cruzaban sus brazos, se montaban unos sobre otros; debían llevar siglos conviviendo en aquel reducto de la laberíntica medina cordobesa.

El naranjo que pintó Faba al óleo, (y que hoy viene a alegrar este blog de los frutos perdidos), era oriundo de Torremolinos. Crece y fructifica a la orilla de un genuino edificio de viviendas, con  jardines interiores, donde moran los gatos y los naranjos asilvestrados. Cuando Faba se encontró en la calle con este arbolito cuajado de bolas brillantes, se sintió tan maravillado como aquella vez en Córdoba.  

Había que pintarlo. Realizó todos los bocetos fotográficos a pie de modelo, y con ellos en su equipaje, regresó a Madrid convencido de que iba a pintarlo ese mismo invierno. Lo que no sabía es que comenzaría el cuadro esa misma semana, justo la mañana de la gran nevada de 2009, que era viernes. En lugar de vestirse para ir al trabajo, se quedó en casa pintando naranjas al óleo, mientras  caían los copos de nieve al otro lado de los cristales.

Todo lo que rodeó a este cuadro fue extraordinario desde un principio. Le sucedió al pintor con el árbol, como con aquella mujer japonesa que retratara unos años antes. Cuanto más lo pintaba, más cuenta se daba de que su excelencia dependía de la simple reproducción de los elementos que en él confluían. Resultaba -por tanto- indispensable, pintarlos a todos respetando su individualismo. A más de cien naranjas les dio vida el pintor de Malta, dentro de un rectángulo de 51,4 X 33,6 centímetros; y hay que señalar que fue para él una tarea regocijante.

También recuerda el autor una experiencia que vivió mientras ejecutaba este cuadro. Tras prepararse -al levantarse de una siesta- un jugoso y casi lascivo zumo de naranja y pomelo, sintió que mientras el jugo atravesaba sus labios, su lengua y su garganta, para descender en cascada por el esófago, hasta alcanzar el estómago, iba a Faba transformándosele el cuerpo -por dentro- en un huerto de naranjos. Aquella experiencia cítrica del placer de la existencia, le confirmó que debía entregar todas sus fuerzas a seguir profundizando en el misterio de aquel naranjo.

Cuando interrumpió su tarea, casi dos meses más tarde, todos los que comenzaron a ver el cuadro, ya querían llevárselo. Decían que aquel naranjito estaba vivo, que era como un bonsai del invierno, que no necesitaba regarse, y que nunca estaría marchito. Y algo de razón no les faltaba, pues en cualquier rincón que colgase Faba el cuadro, surgía un jardín sin previo aviso.

Le costó desprenderse del cuadro, que mantuvo consigo casi dos años, a pesar de que todos sus seres queridos se lo solicitaban. Sin embargo, este cuadro ahora vive en Buenos Aires. Fue la recompensa que recibió la modelo, a cambio de no poder llevarse consigo ninguno de los retratos que el pintor le realizara. No ha habido presencia más benéfica para la pintura de Faba, que la de esta mujer siempre hermosa. Nadie podía haber separado al pintor de su cuadro más deseado, que la modelo-debilidad de Faba.

Cuando ella lo eligió de entre todos, le dijo al pintor, que mirándolo, se sentía en el Sur, en Andalucía, en su Córdoba niña; y que llevándoselo consigo a su exilio elegido al otro lado del Atlántico, (y en el hemisferio contrario), se sentiría como en casa, gracias al naranjo.

Si le faltaba algún motivo a Faba para decidirse, al oír estas palabras, se sintió profundamente agradecido y reconfortado. La modelo le confirmó, que todo el naranjal de su memoria había vertido su fragante zumo sobre este cuadro. Siendo ella la descubridora de este fenómeno, merecía recibirlo como regalo.  


Naranjo en invierno
Gabriel Faba. 2009
33,6 X 51,4 cms.
Óleo sobre tabla biselada de caja de vinos

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