Los candiles, como los quinqués, los farolillos, las velas o las bombillas, son emisarios de la luz del fuego. Ser candil de Estambul no es cualquier cosa. Toda la herencia de la Cultura de Las mil y una noches, se destila en el fondo de estas vasijas luminosas. Scherezade contó todas sus historias al Rey persa Shahriar, a la luz de los candiles de oro de palacio. Las llamas siempre han inspirado a los rapsodas.
Este juego de candiles turcos arribó a la Huerta del Retiro, procedentes de un viaje que había realizado Faba a Estambul. Los compró al único mercader ambulante que quedaba al caer la tarde sobre la plaza de Beyazid, junto al Gran Bazar y el Caravasar de los Coranes.
La hora bruja gobernaba la atmósfera, cuando Faba llegó hasta la desolada plaza turca; no se veía a nadie. Una nube de hojas de periódico danzaban arremolinadas un metro por encima del suelo. Parecía que el vientecillo fiero los tuviera hechizados, bajo la melodía de su flauta; no quedaba ni rastro de un ser humano.
Estaba en cuclillas mirando hacia el suelo, los pliegos de papel en el aire se lo habían ocultado hasta entonces. Se dirigió hacia el único ser humano que quedaba en la plaza, y observó su peculiar mercancía. Muchos de los objetos que aquel turco ofrecía, podían haber sido comprados por El paciente inglés, para su querido amigo británico.
De entre todas aquellas fruslerías, llamó su atención un grupo de candiles de bronce, que presidía una pequeña lámpara de Aladino, que no se sabe por qué razón, no apareció en este collage de fotografías.
Cerrar la operación comercial con aquel turco tozudo, como salido de una kabila, no iba a ser tarea fácil para Faba; y no sólo por el consabido regateo, sino porque pretendía pagárselos en pesetas. Para aquel turco campero la efigie del Rey Juan Carlos I de España sobre papel moneda, era poco menos que una postal. Cuando intentó convencerle de cuánto dinero suponía aquel billete en dólares, el turco soltó una sonora carcajada, y guardó sus candiles en una bolsa, negándose a cerrar la operación.
Ante la insistencia del cliente, empeñado en no marcharse de allí sin sus candiles de Scherezade, el rústico turco se dirigió hacia uno de los remolinos, donde fue recogiendo una a una hojas de periódicos, hasta encontrar la página donde figuraba la cotización de la moneda extranjera. Regresó con el papel en la mano, y se lo mostró al extranjero, que no entendía lo que estaba sucediendo. Recogió el turco toda su mercancía y le indicó con un gesto que lo acompañara.
Cruzaron bajo un arco, para ingresar en el Caravasar. En todos aquellos locales con los toldos echados, vendían libros religiosos de todos los tiempos, y caligrafías de pan de oro. Bajo los emparrados con racimos de uvas colgantes, Faba seguía al turco, sin saber hacia dónde lo conducía. El laberinto de callejuelas por el que se iban introduciendo, aumentó su inquietud, hasta que reconoció en aquellas largas galerías de tiendas, las imágenes típicas del Gran Bazar de Estambul.
De pronto, el turco tozudo giró a la derecha, y a los pocos metros salieron a una avenida moderna, por la que circulaban de nuevo los coches, y en la que seguían abiertas al público, algunas tiendas. Respiró Faba aliviado, al sentirse de nuevo en el interior de las fauces del confort urbano. Se sintió mucho más seguro, como si acabase de salir de un mal sueño.
Atónito descubrió al turco entrando en una cercana Agencia de Viajes. A través de la pared de vidrio de la oficina, vio al rústico mostrándole -con cara de incredulidad- la hoja del periódico al Agente de viajes, quien pareció confirmarle, que ese billete en pesetas, parecía valer lo que el extranjero había dicho, desde el primer momento.
Con una sonrisa de oreja a oreja, el vendedor se acercó a su cliente, y con toda amabilidad le entregó el cargamento de candiles, envueltos en hojas de periódico, y aceptó por fin el billete. Debía haber cerrado el gran negocio del día. Por su parte, Faba también resultó satisfecho, había conseguido traerse de aquel viaje, la preciada luz de las 1001 noches.
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