Tomaba el té Faba frente a la mesa de mármol, sobre la que había reunido los trozos de una lápida, que había rescatado del contenedor de escombros de una cercana iglesia. Tras una frenética noche de traslado de las piezas, (en el interior de un carrito de la compra), un cierto resquemor comenzó a perturbarle: ¿qué demonios rezaría el texto de aquella losa epigráfica?
Si por una parte no era propio de un templo con tanta solera, que se inscribiesen mensajes vergonzosos, para quien leyera esos textos de piedra; por otra, también podía suceder que la lápida rememorase un suceso macabro, o la visita de algún Caudillo llamado Franco. Convivir con ese nombre en su jardín, era algo que no iba a producirse, lo que implicaba que habría que sacar las piedras de nuevo de la Quinta, con el esfuerzo extra que eso implicaba.
Igual que Edipo frente a la esfinge, bebía Faba tazas de té, para concentrarse en ordenar las letras y descifrar su enigma. Aunque se encotraba exhausto tras una noche entera de mudanza lapidaria, no podía irse a la cama sin saber lo que aquel surtido de piedras conmemoraba. Aquel pesado rompecabezas le había robado también el sueño.
Ni las ramas de hiedra, los lingotes de granito, o el salvamantel de conchas donostiarras, sirvieron para inspirarle. Los restos de la lápida refulgían en pálidos rosas, grises y violetas, contra el ámbito dorado de los muros de la Huerta. De pronto, Faba sintió que había recibido la primera revelación: aquellas piedras artificiales tenían siglos de antiguedad.
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