A la Estrella de la Navidad que no sabía que era una estrella de mar, le había llamado poderosamente la atención aquel rincón del Nacimiento del Retiro, donde sólo habitaba el solitario duendecillo navideño. Siendo Strong Belén un lugar tan concurrido, (por caballeros, todo hay que decirlo; ella y como mucho la caracola que parecía una oreja, podría decirse que fueran las únicas hembras de este Retablillo), aquel oasis de paz, donde todo era soledad y silencio, se hacía irresistible a la curiosidad de la Estrella.
El duendecillo verde con cabeza roja no se había inmutado ni movido de su sitio durante los quince días seguidos de representación del Retablillo. Continuaba aposentado en la punta del cuerno de su luna de piña seca, como si fuese un trono, meditando y respirando apaciblemente, sin que pudiese perturbarlo el vuelo de una mosca o el paso de un meteorito.
La Estrella comenzó a aproximársele por lo alto, como hacen todos los astros. Después lo intentó por lo bajo, para sorprenderle; y buscando –además- hacerle cosquillas en la planta a la piña. Todo inútil, ni la luna ni el duende parecían formar parte del reino de los vivos. Pero ella, que era una estrella de mar obstinada, no se rendía fácilmente.
Estrenaría táctica y estrategia, descendiendo por la piña hacia su espalda, haciéndose con él la encontradiza. Ni por ésas, al duende no se le inmutaron ni las alas. “A grandes resistencias, enormes dosis de espectáculo”, debió pensar la Estrella, que saltó de pronto, como una acróbata, por encima del capirote de Mago del solitario.
“¡Como para no haberla visto, si por poco me arranca la cabeza!”, pensó el duende vulnerado. Por no resultar grosero y maleducado con ella, se dejó estrechar la mano por la pata despuntada de la Estrella. Y aunque en principio no lo había hecho con pleno convencimiento, terminó dándole un sincero apretón de extremidades, que empinó de felicidad al equinodermo.
El último día de las fiestas navideñas, el duendecillo solitario y la estrella milagrera recibieron su regalo respectivo: jugando se habían hecho amigos. Y eso, los dos sabían que era el mayor de los tesoros: más valioso que el premio Gordo de la Lotería del Niño.
¡Y, colorín colorado, este Retablillo Navideño se ha terminado!
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